Ir al contenido principal

Antonio López Hidalgo | Una tristeza extraña

Me despierto cansado, con una tristeza extraña que no reconozco. Como si este tiempo nuevo que acaba de nacer, me fuera muy extraño. El confinamiento ya no consiste en estar encerrado contigo mismo. Hasta ahí, plausible. Inquietante. Normal. Soportable. Pero miro el mundo que estaba antes y no lo veo. Y lo peor: no sé si volverá. La vida es tan breve que, cuando pretenden abreviártela aún más, salta la chispa que lo rompe todo.



Cuando los padres dijeron a sus hijos que podían salir a la calle, muchos saltaron por los balcones, otros tuvieron un miedo en sus huesos cuando cruzaron las calles vacías, y otros menos no se atrevían a ver el mundo que les había cejado esta pandemia. Eran felices en ese lugar tan reducido que en otro tiempo tan reciente rechazaban por principio.

Habrá que inventar de nuevo la vida, pero, en esa reconstrucción que me cuesta concebir, adivino un futuro incierto que no alcanzo a diseñar. Miro un paisaje parado en ninguna parte, abrazos imposibles, besos demandados sin la respuesta oportuna. Acaso, viviendo en los rescoldos de lo que ya es el ayer, agonizando aún el presente en las ascuas de un olvido inconcebible, habremos de admitir una derrota nuestra.

Por una vez, aunque solo sea por una vez, el enemigo es tan invisible que solo podemos detectarlo dentro de nosotros. Si eso fuera posible. El escritor cubano Leonardo Padura ha escrito estos días que su afortunada generación, junto a sus tremendos logros científicos, ha sufrido también profundos traumas. Y escribe también que “el mundo que parecía ampliarse y hacerse menos ajeno es hoy un lugar hostil del que debemos apartarnos”.

Hoy desperté con un cansancio eterno, con una tristeza que desconozco y que no quiero. Hoy es más difícil encontrar un cartucho de alegría empaquetada que una mascarilla quirúrgica o unos guantes para acudir a Mercadona. Dónde se puede saber que ahí se acaba el mundo vivido y dónde comienza el diseño de una sociedad que ya no nos interesa o no está.

Quisiera saber cómo, a partir de ahora, una mirada no es mensaje encriptado y cómo un abrazo no es una traición intencionada. Cómo sabré si los besos con mascarilla son capaces de atravesar todas las fibras del corazón o cómo los abrazos aún valen para evitar el frío o el cansancio interior.

Imagino los cines evitándonos, los conciertos vacíos de mecheros encendidos, el metro habitado de murciélagos contaminados y de golondrinas o vencejos contaminantes, las manifestaciones aplazadas, las risas deshabitadas. Hoy no ando para bromas.

Parece como si una cortina de humo dividiera el mundo en dos partes desiguales, como si de golpe se pudiera evaporar el pasado y nadie guardara en el bolsillo un libro de instrucciones para rediseñar el futuro. Nunca como ahora, hubo un antes y un después, una vida deshecha y tirada en el camino que ya nadie recuerda o quiere recordar.

Tiene esta melancolía un pálpito de ahora que necesitamos para sobrevivir, para saltar al vacío, allí donde no hay nada. O, si lo hay, nadie acierta a interpretar su naturaleza. Dicen que, en unos días, los termómetros nos premiarán con las temperaturas que siempre despreciamos, dicen que el calor atolondra a los coronavirus que nos matan.

Entre una sospecha y la otra, el tiempo no tiene fin y, en el tiempo, se esconde siempre la vida que habitamos, la vida que nos abandona y, sobre todo, la vida que no supimos vivir ni apretar entre nuestras manos, como si fuera un gato indefenso que se llevará la última tormenta.

En fin, hoy no estoy para nadie. Me he acostumbrado a estar conmigo mismo. Mañana, tal vez, ella venga a visitarme. Ella sabe que la estaré esperando. O no. El tiempo suele doblegar al olvido. Habrá que inventar o reinventar la vida, me digo.

Lo digo cuando sé que nadie escucha y cuando todos andamos diseñando posibilidades y estrategias, solos cada uno consigo mismo, solos definitivamente ahora, esperando quizás para salir a pasear –porque ese es el premio ahora–, porque pisar la calle es el premio más fantástico para quienes los sueños eran tan volátiles que era imposible apretarlos entre nuestras manos.

Hoy el sueño más hermoso es salir a la calle, beber, abrazarnos o besarnos. Ese sueño tan abrasador y utópico era hasta ayer nuestra vida cotidiana. Y hoy lo vemos como un tiempo distópico y gris. Es lo que tiene la vida: si no te metes de lleno en ella, y te quemas en sus llamas, nadie sabrá después explicarte de qué iba esto.

La vida que viene nadie sabe –o yo al menos no sé– de qué va. Esa no debería ser la única, pero sí nuestra primera preocupación.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
FOTOGRAFÍA: JOSÉ ANTONIO AGUILAR