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María José Cortés | Un cuento de Navidad

El cielo lucía un azul ensimismado, la congelación del termómetro impedía sentir los dedos de sus manos, y en realidad ninguna parte de su cuerpo. Se había enfundado en tantas capas como acercamiento al calor fueran necesarias. Pegando saltitos in situ, vaporeado y rozando su cuerpo como quien frota para sacar brillo máximo y, aun así, era incapaz de sentir vida en sí mismo. Fue cuando vio al final de una angosta calle, el reflejo de un fuego, y sin ser dueño de sus acciones se dirigió hacia él, con ese andar encogido que solo un frio despiadado produce. 

Alrededor de un latón y de unas llamas benditas, tres personas mirando el ardor y parpadeo que desprendían, con la hipnosis inducida correspondiente, sus brazos extendidos casi tostando sus palmas, no se percataron de su llegada. El silencio por respuesta cuando su acercamiento fue notorio, simplemente se desplazaron y dejaron un hueco para un miembro más. Ya eran cuatro los necesitados de calor y vida. 

Transcurrieron un par de horas alimentando su fuente de calor con cartones, palitos, cualquier combustible al alcance, cada cual aportaba lo que conseguía.

El más alto y fuerte, preguntó su nombre al recién llegado y el motivo de su paso por aquel lugar:

 - Soy...... no me acuerdo, he olvidado mi nombre, y voy............ no sé a dónde voy, solo sé que tenía frio y ahora hambre. – respondió escuetamente. 

- Pues del frio hemos podido aliviarte, ahora intentemos algo con el segundo asunto. Puede que los alimentos te hagan recobrar la memoria. 

El primero, sacó de una bolsa junto a sus pies, un trozo de pan y otro de queso, el segundo metió sus dedos en su abrigo y extrajo una tableta de chocolate y el tercero de una cajita de madera, un par de manzanas. Ofrecidos los sustentos y agradecido por ello, partió en trozos todos los alimentos y quiso compartirlos con sus compañeros de penurias.

Ellos se miraron asombrados porque aquel pobre olvidadizo y hambriento, lejos de devorarlos, procedió a su reparto. 
Y fueron manjares exquisitos aquellas simples viandas, y fue una lumbre de amor aquella flama de latón, y amistad y familia aquellos individuos encontrados en plena calle pero que la necesidad unió ante la más indeseada intemperie.  

Y recordó su nombre, y recordó por qué había llegado hasta allí, y agradeció que hubiera buenas personas en el mundo y deseó que las buenas intenciones, propósitos y acciones se extendieran todos los días del año

MARÍA JOSÉ CORTÉS





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