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Rafael Soto | La terrible venganza de Pedro Urquijo

Pedro Urquijo García es un padre de familia de 55 años. El buen señor era electricista y estaba mal casado con María Rodríguez San Juan, de la misma edad, limpiadora de viviendas ajenas sin contrato ni seguro. Fruto del matrimonio era Andrea Urquijo San Juan, una adolescente de 14 años que, como correspondía, vivía en un universo paralelo al de sus padres.


El bueno de Pedro Urquijo sufría una complicación de difícil solución: cuando sus clientes le esperaban, veían llegar el abdomen antes que al resto de su cuerpo. Y sucedió lo que tenía que suceder. Una mala Semana Santa, Pedro Urquijo zampó torrijas y pestiños suficientes como para atascar una bajante. Y tanto fue así que, en Pascua, la cruel María Rodríguez, canija como un alfiler, le echó en cara a su marido su mal estado físico. Así, en lo más acalorado de la discusión, le reprochó que su peso había llegado a tal punto que ya le daba doble placer en el lecho conyugal. Dejamos al avezado lector la comprensión de esta última línea.

Avergonzado, el bueno de Pedro Urquijo aceptó una dieta de déficit calórico hasta el verano —más conocida como «operación bikini»—, así como hacer ejercicio. Aquella familia, que se consideraba a sí misma de clase media, más bien tiraba a baja, y su economía apenas aguantaba las acometidas del mes. Por tanto, cuando se planteó la necesidad de pagar a un nutricionista y un gimnasio, resultó evidente que había que elegir, y eligieron mal: el gimnasio.

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Así, el pobre de Pedro Urquijo pasó de sus tostadas con zurrapa a las de aceite de oliva y pechuga de pavo. Pero, como buenos españoles, tenían una pobre educación en nutrición. De modo que lo que hubiera podido arreglarse con la supresión de productos ultraprocesados y la incorporación de verduras como cardos, alcachofas o judías verdes, acabó complicándose con la única «verdura sana» que conoce el ciudadano medio: la lechuga.

El hombre pasaba hambre y comía «verdura sana», al menos, dos veces al día. Y si salía a comer un domingo con la familia, pedía la típica ensalada césar, cuya salsa y aderezo resultaba casi tan calórica como otros productos de la carta. Pero lo peor fue, sin duda, el gimnasio.

En su primer día, Pedro Urquijo vistió un chándal lleno de bolitas que no se probaba desde hacía más de una década. La banda elástica del pantalón le apretaba, pero trató de aguantarlo con tal de no comprar otro. Su entrada a la sala de entrenamiento fue tímida y se sintió desorientado ante tanto aparato.

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Desesperado, el neófito se acercó a uno de los trabajadores que guardaban la sala y que, más bien, se dedicaban a huir de cualquier consulta que no implicara una remuneración extra. Pero nuestro pobre Pedro Urquijo no sabía de esta circunstancia. Así que, cuando logró acorralar a uno de ellos, este se limitó a ponerle delante un folleto con una tabla de ejercicios para principiantes.

Así, nuestro buen electricista inició su entrenamiento sin supervisión alguna. Y, como suele ocurrir en estos casos, acabó lesionándose con una epicondilitis —más conocido como «codo de tenista»—, tal y como le explicó el médico de la Seguridad Social dos meses más tarde, cuando por fin lo atendieron. La peor parte se la llevaba en el trabajo, cuando le tocaba usar un destornillador o unos alicates.

A estos problemas se sumaron los propios de aquella alimentación deficiente. Hinchado a base de «verdura sana», el buen hombre comenzó a sentir problemas en el aparato digestivo. Llegó al límite cuando, durante una visita profesional, tuvo que pedir a un cliente que le dejara entrar en el baño, y se lo dejó como el fondo de un pantano.

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Desesperado, se subía a la báscula y se encontraba con que apenas había diferencias con respecto al momento en que emprendió aquella titánica labor. Lo hablaba con su temible esposa, que le reprochaba su falta de constancia. Una regañera al que se sumaba su hija que, como suele ocurrir con los adolescentes, se creía experta en todo y autorizada ante las faltas paternas.

Así, Pedro Urquijo resistió un mes con dolores, diarrea, hambre y pestilentes flatulencias. Hasta que, por fin, tras una miserable cena, tuvo que volver a aguantar la mala baba de su mujer y su hija. Fue entonces cuando, enfadado y dolorido, urdió una terrible venganza.

María Rodríguez era mujer de costumbres fijas. Y, por lo general, cuando acababa de echarse sus potingues —casi más inútiles que el uso indiscriminado de la «verdura sana»—, llegaba a la cama y se encontraba a su marido dormido con el transistor encendido. Y aquel día no parecía diferente.

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En efecto, la mujer se encontró con un acalorado debate sobre la última polémica arbitral mientras que su marido yacía, tranquilo, en el lecho. De modo que apagó el transistor y se metió en la cama, a la vez que se tapaba hasta el cuello.

Fue entonces cuando el marido, con disimulo, le puso una pierna encima del cuerpo —era más que suficiente ante la escualidez de la esposa—, y le tapó la cabeza sin permitirle salir. Sin escapatoria posible, por mucho que forcejeara, Pedro Urquijo llevó a cabo su terrible venganza: abrió su compartimento natural de gas. Tardó segundos en cubrir el espacio que se extendía debajo de las sábanas pero, cuando lo hizo, la pestilencia resultó insoportable.

«¡Me ahogo!», gritaba la esposa, pero la venganza requirió de varias aperturas más de la válvula. Tal fue el hedor que hasta el marido se preguntó si lo que ahí había dejado salir era solo materia gaseosa. Para tranquilidad de todos, confirmamos que así fue y que no tuvieron que lamentar desperfectos mayores.

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Los vecinos oyeron los gritos pero los ignoraron al escuchar las carcajadas de Pedro Urquijo. Tampoco atendió Andrea, la hija del matrimonio, enfrascada en una videollamada con el único fin de desahogarse de su último drama amoroso.

Cuando el marido consideró que la venganza se había consumado, levantó la pierna y dejó salir a aquella cruel señora, que salió disparada en dirección al salón. Y parece que funcionó. Al día siguiente, Pedro Urquijo disfrutó de un doble placer: volvió a desayunar su tostada con zurrapa y su señora no le dirigió la palabra en todo el día. Porque, en ocasiones, las historias acaban con final feliz.

Haereticus dixit

RAFAEL SOTO

LA ABUELA CARMEN - LÍDER EN EL SECTOR DEL AJO, AJO NEGRO Y CEBOLLA NEGRA


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