Comíamos en el colegio. Teníamos una cesta de mimbre donde llevábamos el almuerzo mi hermana y yo. Mi padre le puso un chapita grabado con nuestros nombres. ¡Qué orgulloso estaba con nuestra cesta!
Todos recuerdos agradables, pero una
excepción: cuando me cagué. Todo el día aplastadito sentado, triste, muy triste
y sin moverme. Ya por la tarde casi a la hora de la salida, me imagino que por
el olor descubrieron de dónde venía la tristeza. Había una señora que se
llamaba Trini que era la cocinera, la limpiadora y la encargada de solventar
los imprevistos de las monjas. Me llevó al lavadero y con un cubo y un trapo me
quitó mi pesadumbre. El marido de Trini se llamaba Daniel y era el encargado
del huerto y supongo del mantenimiento del Palacio. Recuerdo cómo se reía
viendo el pastel del que me estaba liberando su mujer.
Sólo cuatro años estuvieron las
monjas teatinas en el Palacio. En 1960 comencé el curso en la escuela pública
con 7 años. Se denominaba Grupo Escolar Rafael Sotomayor. Estaba la escuela en
el edificio del Convento del Corpus Christi de la calle Convento que poco antes
había sido el Cuartel de la Guardia Civil. En el edificio de mi nueva escuela
había 5 maestros y 1 maestra. Don Francisco Medina, don Gil López, don Pedro,
don Esteban Martínez y don Tomás Ocaña. Había otras dos maestras en otras
dependencias de casas cercanas. Las maestras eran las señoritas Carmen
Antonetti, Manuela Morales y María Rodríguez.
Me apuntó mi madre con don Pedro
García Carrasco. El aula tenía cierto parecido a la de las monjas: pupitres
dobles de madera, con dos agujeros para los tinteros y con asientos que se
subían y bajaban. Mapas en las paredes laterales y en la frontal el crucifijo
flanqueado por dos retratos: uno de Franco y otro de José Antonio Primo de
Rivera. Los pizarrines, los vasos plegables para la leche en polvo, el queso de
bola para la merienda, libros y la bola del mundo que se giraba. El Catón, el
Parvulito, el Primero, Segundo y Tercer Grado de la Enciclopedia Álvarez. La
escuadra, el cartabón, la regla, el compás y el semicírculo graduado colgados en
la esquina de la pizarra.
Variaban los alumnos. Había más diversidad. De 6 a 14 años de edad. A mí me gustaba. Los mayores ayudaban al maestro a enseñar a los pequeños. La matrícula era amplia pero faltaban, unos porque los padres se preocupaban poco y otros porque se iban a las tareas (recolección de aceitunas o castra del algodón). Alumnos con más empeines y más mocos. Coderas en los abrigos, y algunos agujeros en los pantalones. Más alpargatas de esparto que zapatos.
Redactábamos y leíamos bien. Por las
tardes en un corro delante de su mesa nos ponía a leer en voz alta el mismo
texto a golpe de “siga fulano”. Palmetazo al que no seguía. De vez en cuando se
reventaba el sistema. Un ejemplo: había dos o tres que antes de entrar hacían
una “felipa” de lechugas en la Huerta Abajo. Con los cogollos y un montón de
sal que traían de sus casas en los bolsillos los engullían y cuando
el maestro seguía la lectura mirando hacia abajo en su libro se metían los
dedos hasta la campanilla provocando el vómito de las lechugas mezcladas con lo
que habían almorzado. Empezaban las arcadas en todo el corro.
Los mejores lectores iban al Sequero y con “almorzás” de tierra (lo que cabía entre las dos manos unidas) tapaban las “gomitauras”. Al rato y casi perdida la tarde, vuelta a empezar. El maestro se desesperaba. Veo su cara roja y las venas de su cuello hinchadas, sus ojos brillantes de ira conteniéndose de lo que con muchas ganas le daría a los indispuestos.
Antiguo edificio del colegio Gil
López.
Don Pedro era el maestro más duro detrás de don Francisco. Maestros de la pedagogía de “que la letra con sangre entra”. Yo era de sus favoritos para darme leña. Creía entonces que le caía mal y la tenía tomada conmigo. Eso al menos es lo que yo le decía a mi padre.
Cuando terminaba su larga tarea
escolar después de las “permanencias “ (clases particulares) y preparar por
libre a los bachilleres, don Pedro se dedicaba a otras actividades. Tenía
algunos gastos. Era un empedernido fumador, cortaba por la mitad los cigarros
de marca Bisonte y se los fumaba con un pitillero con filtro. Todos sabíamos que
hacía unas “visitas” los domingos y fiestas de guardar que costaban dinero y en
aquella época del “ganas menos que un maestro escuela” y con tres hijos
estudiando, tuvo que buscarse otros medios para costearse. Era el representante
de la empresa de hilaturas HITASA y hacía los contratos a los agricultores de
siembra de algodón y le suministraba las sacas para la recolección.
Al caer la tarde subía por la calle
Real a llevarle las cuentas a la Panificadora. Era el escribiente y el
contable. Veía a mi padre cuando pasaba por la puerta de mi casa y recuerdo su repetida
frase:
-“Es un gandul y cuando se pone… hace bien las cosas”.
Mi padre siempre le daba la razón al
maestro. Yo al contrario me rebelaba y junto con otros compañeros le quitábamos
la palmeta y la hacíamos desaparecer. Ese día nos daba coscorrones con los
nudillos con puño cerrado en la cabeza. Otro sistema era el de las “viescas o
viejas” con el pulgar apretando a contrapelo desde las patillas hasta arriba de
la cabeza o desde la nuca hasta la coronilla. Al otro día no faltaba un pelota
que le trajera una palmeta nueva. De
tarde en tarde pasábamos por “el cepo”, con la cabeza metida entre sus piernas
nos daba con la palmeta en los glúteos. Un día hicimos una apuesta a ver quién
era el que tenía más cardenales. Ganó el gordito blanquito, tenía las dos
cachas del culo que parecían dos enormes berenjenas moradas. Como se ve yo no
era de los peores. Ojo avizor a cuando venía pelado. No le sentaba bien
cortarse el pelo. El día que lo veíamos venir recién salido de la barbería, el
comportamiento por parte de todos era ejemplar.
Otra afición del maestro era ponerle
motes a los alumnos. Entre otros, tenía un zoológico y una cacharrería en la
clase. Y como niños normales, crueles como nosotros mismos, a machacar al
señalado. Desde el gafitas cuatro ojos capitán de los piojos, a la lengua o las
patas de algún animal, a las orejas, a lo feo, a lo loco que estaba o lo tonto
que parecía, cómo estaba “criao”, a lo chico o lo grande que era. Todo no era
leña, había días o más bien momentos en que nos daba bromas y nos contaba cosas
agradables.
Estábamos deseando que llegaran las once
y media para salir al recreo a una explanada, lo que es hoy el colegio Gil
López, en las traseras de la Escuela-Convento y del Palacio a modo de isla que
conformaban los arroyos de Juanico con aguas de la Fuente del Palacio que salía
por la Huerta Abajo y el arroyo Alcantarilla o Almenillas que tenía su cauce debajo
de la actual calle San Pedro Nolasco formando el barranco del Sequero.
Arroyo Juanico con el túnel de la
alcantarilla al fondo.
Jugábamos al fútbol con pelotas de goma (pocos o ningún balón de cuero o badana había). Las porterías con dos piedras y los equipos se formaban echando pie y alternativamente eligiendo jugadores. Siempre se quedaban los mismos sin jugar. Tenían la alternativa de jugar a la quincarra (tres en raya con piedrecitas en el suelo), a la lima, a la bombilla, al paremacho, al lapo, al pañolito, al trompo, a las bolas y a otro montón de juegos. Los más atrevidos aprovechaban el recreo y con suelas viejas de zapatos encendidas a modo de antorchas entrar por la boca del túnel-alcantarilla que salía por debajo de la Piedra Morterito (cimento de una torre púnica o molino romano) y llegaba hasta el arroyo que está por detrás de las casas de la calle la Palma. Los que lograban conseguir llegar al final superando tres grandes escalones con la corriente de agua sucia bajo sus pies eran aceptados en las pandillas de las que hoy llamarían “guais”.
El campo de recreo no estaba vallado y muchos aprovechaban para acercarse a sus casas. Sobre todo las niñas que aunque compartían edificio con nosotros había poco contacto. Ellas jugaban a la picarona, a los cromos, al yoyó, al diábolo, a la comba o al elástico. Eso sí, los niños con los niños y las niñas con las niñas. El o la que jugara a lo que no le correspondía era tachado de machota o de mariquita.
Jugando a las bolas.
De vez en cuando hacíamos rabona. Antes de entrar siempre alguno de los mayores empezaba a retar a ver quién era capaz de irse con él, a la Vía, a la Muela o las faldas del Calvario. Algunos de los más inocentes y los más atrevidos los seguían. Casi siempre el que había auspiciado la rabona se rajaba y volvía para entrar en la clase. El resto se alejaba y volvía a la una o a las 5 según si la rabona era matutina o vespertina con temor por si algún chivato se lo había dicho al maestro o lo que es peor a sus padres en algunos casos como el mío.
Hasta los 10 años estuve en la
escuela de don Pedro. Primero en el Convento y después en el nuevo Gil López
que se estrenó en 1962, los alumnos ayudamos a los maestros a cambiar el
mobiliario. Al final descubrí todo lo
que le debía al maestro. Junto a otros compañeros, nos preparó para el Ingreso
en Bachillerato. Fuimos a examinarnos al Instituto San Isidoro de Sevilla. Nos
acompañaba como tutor uno de los alumnos que estudiaban por libre con don Pedro.
Era Aurelio de la Emiliana. ¡Qué alegría y satisfacción vi en el rostro de mi
gran enemigo el maestro cuando supo que todos habíamos aprobados! Algunos
gandules como yo, con más de un 7. Con 10 años, tenía un buen nivel académico y
confieso que no me quedó ningún trauma de la leña recibida.
Curso 75-76. Una tutoría con
Magdalena García y Cesáreo de los Santos.
Al siguiente curso seguí con él y
don Gil estudiando por libre el primero de bachiller. Don Gil López aparte de
maestro era el alcalde de El Viso, amante de su pueblo, gran escritor y mejor
poeta. Más condescendiente y menos duro que don Pedro. Estaba muy enfermo. Los
últimos meses del curso ya no acudíamos a su aula en la escuela, íbamos a su
casa y en su habitación postrado en la cama nos daba las clases de lengua y
geografía. Entrábamos cuando salía don Manuel el médico, de hacerle las curas.
El fuerte olor a lejía y a alcohol los llevo grabados, igual que el recuerdo de
ese gran hombre de pelo canoso con gafas. Algunos días subíamos al “soberao”
dónde daba clases particulares para que nos repasaran los cuadernos algunas de
sus hijas mayores. Tenía 6 y como don Pedro tenía que ayudarse económicamente con
esas “permanencias”. Éramos 7 alumnos; 2 de segundo, José Manuel de Celia
y Manuel García “el Pequeño” y 5 de
primero; Manolo y Paco, los dos mellizos
de Jacinto, mi primo Juan Manuel el Folla, Cayetano el del Titi Mairenero y yo
que es el que os he contado lo feliz que fui en la escuela. Escuela a la que
volví 10 años después como maestro.