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Cesáreo de los Santos | La escuela que yo viví

Qué recuerdos más bonitos de la escuela que yo viví al final de la década de los 50 y principio de la del 60 del siglo pasado. Tendría para escribir un libro. Con estas pocas pinceladas podéis imaginar el cuadro completo.


Empecé con 4 años en el colegio de las monjas que había en el malogrado Palacio de los Condes de Castellar, donde está construido el nuevo Ayuntamiento. 
El edificio me parecía inmenso. Las escaleras enormes. Los patios muy espaciosos. Antes de su destrucción sirvió como granero a unos agricultores y volví a entrar. Todo había disminuido como si de un cuento se tratara. 

Allí aprendí a leer y a contar. Monjas de piel blanca y olorcito a limpio de las pastillas de jabón Heno de Pravia. Mujeres sonrientes que totalmente tapadas con sus hábitos y su cofia emanaban dulzura. Nos enseñaban canciones. Nos ponían a dibujar. Mis primeros partidos de fútbol en uno de los patios de los del Betis contra los del Sevilla.

Comíamos en el colegio. Teníamos una cesta de mimbre donde llevábamos el almuerzo mi hermana y yo. Mi padre le puso un chapita grabado con nuestros nombres. ¡Qué orgulloso estaba con nuestra cesta!

Todos recuerdos agradables, pero una excepción: cuando me cagué. Todo el día aplastadito sentado, triste, muy triste y sin moverme. Ya por la tarde casi a la hora de la salida, me imagino que por el olor descubrieron de dónde venía la tristeza. Había una señora que se llamaba Trini que era la cocinera, la limpiadora y la encargada de solventar los imprevistos de las monjas. Me llevó al lavadero y con un cubo y un trapo me quitó mi pesadumbre. El marido de Trini se llamaba Daniel y era el encargado del huerto y supongo del mantenimiento del Palacio. Recuerdo cómo se reía viendo el pastel del que me estaba liberando su mujer.


Sólo cuatro años estuvieron las monjas teatinas en el Palacio. En 1960 comencé el curso en la escuela pública con 7 años. Se denominaba Grupo Escolar Rafael Sotomayor. Estaba la escuela en el edificio del Convento del Corpus Christi de la calle Convento que poco antes había sido el Cuartel de la Guardia Civil. En el edificio de mi nueva escuela había 5 maestros y 1 maestra. Don Francisco Medina, don Gil López, don Pedro, don Esteban Martínez y don Tomás Ocaña. Había otras dos maestras en otras dependencias de casas cercanas. Las maestras eran las señoritas Carmen Antonetti, Manuela Morales y María Rodríguez.


Me apuntó mi madre con don Pedro García Carrasco. El aula tenía cierto parecido a la de las monjas: pupitres dobles de madera, con dos agujeros para los tinteros y con asientos que se subían y bajaban. Mapas en las paredes laterales y en la frontal el crucifijo flanqueado por dos retratos: uno de Franco y otro de José Antonio Primo de Rivera. Los pizarrines, los vasos plegables para la leche en polvo, el queso de bola para la merienda, libros y la bola del mundo que se giraba. El Catón, el Parvulito, el Primero, Segundo y Tercer Grado de la Enciclopedia Álvarez. La escuadra, el cartabón, la regla, el compás y el semicírculo graduado colgados en la esquina de la pizarra.


Variaban los alumnos. Había más diversidad. De 6 a 14 años de edad. A mí me gustaba. Los mayores ayudaban al maestro a enseñar a los pequeños. La matrícula era amplia pero faltaban, unos porque los padres se preocupaban poco y otros porque se iban a las tareas (recolección de aceitunas o castra del algodón). Alumnos con más empeines y más mocos. Coderas en los abrigos, y algunos agujeros en los pantalones. Más alpargatas de esparto que zapatos.


 Antes de entrar en clase nos poníamos en fila y cantábamos el Cara al Sol sin tener ni idea de lo que iba aquello. Don Pedro tenía fama de buen maestro. Con menos de 10 años, la mayoría sabía las cuatro reglas, las tablas y el sistema métrico decimal; los ríos de España, las capitales de Europa, las regiones por provincias, algo de nuestra historia, el descubrimiento de América y la Gloriosa contienda nacional. Nos sabíamos los tiempos de los verbos de las tres conjugaciones, las entonces 17 preposiciones y hasta hacíamos análisis sintácticos.  Teníamos pocas faltas de ortografía con los dictados diarios copiando 20 veces las palabras incorrectas. Especial atención al cuaderno de rotación para no equivocarnos el día que nos tocaba. Los sábados era el día del evangelio y de vez en cuando nos llevaba a la iglesia a no sé qué.


Redactábamos y leíamos bien. Por las tardes en un corro delante de su mesa nos ponía a leer en voz alta el mismo texto a golpe de “siga fulano”. Palmetazo al que no seguía. De vez en cuando se reventaba el sistema. Un ejemplo: había dos o tres que antes de entrar hacían una “felipa” de lechugas en la Huerta Abajo. Con los cogollos y un montón de sal que traían de sus casas en los bolsillos los engullían y cuando el maestro seguía la lectura mirando hacia abajo en su libro se metían los dedos hasta la campanilla provocando el vómito de las lechugas mezcladas con lo que habían almorzado. Empezaban las arcadas en todo el corro.


Los mejores lectores iban al Sequero y con “almorzás” de tierra (lo que cabía entre las dos manos unidas) tapaban las “gomitauras”. Al rato y casi perdida la tarde, vuelta a empezar. El maestro se desesperaba. Veo su cara roja y las venas de su cuello hinchadas, sus ojos brillantes de ira conteniéndose de lo que con muchas ganas le daría a los indispuestos.

 

Antiguo edificio del colegio Gil López.

Don Pedro era el maestro más duro detrás de don Francisco. Maestros de la pedagogía de “que la letra con sangre entra”. Yo era de sus favoritos para darme leña. Creía entonces que le caía mal y la tenía tomada conmigo. Eso al menos es lo que yo le decía a mi padre.

Cuando terminaba su larga tarea escolar después de las “permanencias “ (clases particulares) y preparar por libre a los bachilleres, don Pedro se dedicaba a otras actividades. Tenía algunos gastos. Era un empedernido fumador, cortaba por la mitad los cigarros de marca Bisonte y se los fumaba con un pitillero con filtro. Todos sabíamos que hacía unas “visitas” los domingos y fiestas de guardar que costaban dinero y en aquella época del “ganas menos que un maestro escuela” y con tres hijos estudiando, tuvo que buscarse otros medios para costearse. Era el representante de la empresa de hilaturas HITASA y hacía los contratos a los agricultores de siembra de algodón y le suministraba las sacas para la recolección. 

Al caer la tarde subía por la calle Real a llevarle las cuentas a la Panificadora. Era el escribiente y el contable. Veía a mi padre cuando pasaba por la puerta de mi casa y recuerdo su repetida frase:

-“Es un gandul y cuando se pone… hace bien las cosas”.  

D. Pedro García Carrasco

Mi padre siempre le daba la razón al maestro. Yo al contrario me rebelaba y junto con otros compañeros le quitábamos la palmeta y la hacíamos desaparecer. Ese día nos daba coscorrones con los nudillos con puño cerrado en la cabeza. Otro sistema era el de las “viescas o viejas” con el pulgar apretando a contrapelo desde las patillas hasta arriba de la cabeza o desde la nuca hasta la coronilla. Al otro día no faltaba un pelota que le trajera una palmeta nueva.  De tarde en tarde pasábamos por “el cepo”, con la cabeza metida entre sus piernas nos daba con la palmeta en los glúteos. Un día hicimos una apuesta a ver quién era el que tenía más cardenales. Ganó el gordito blanquito, tenía las dos cachas del culo que parecían dos enormes berenjenas moradas. Como se ve yo no era de los peores. Ojo avizor a cuando venía pelado. No le sentaba bien cortarse el pelo. El día que lo veíamos venir recién salido de la barbería, el comportamiento por parte de todos era ejemplar.

Otra afición del maestro era ponerle motes a los alumnos. Entre otros, tenía un zoológico y una cacharrería en la clase. Y como niños normales, crueles como nosotros mismos, a machacar al señalado. Desde el gafitas cuatro ojos capitán de los piojos, a la lengua o las patas de algún animal, a las orejas, a lo feo, a lo loco que estaba o lo tonto que parecía, cómo estaba “criao”, a lo chico o lo grande que era. Todo no era leña, había días o más bien momentos en que nos daba bromas y nos contaba cosas agradables. 


Estábamos deseando que llegaran las once y media para salir al recreo a una explanada, lo que es hoy el colegio Gil López, en las traseras de la Escuela-Convento y del Palacio a modo de isla que conformaban los arroyos de Juanico con aguas de la Fuente del Palacio que salía por la Huerta Abajo y el arroyo Alcantarilla o Almenillas que tenía su cauce debajo de la actual calle San Pedro Nolasco formando el barranco del Sequero.

 

Arroyo Juanico con el túnel de la alcantarilla al fondo. 

Jugábamos al fútbol con pelotas de goma (pocos o ningún balón de cuero o badana había). Las porterías con dos piedras y los equipos se formaban echando pie y alternativamente eligiendo jugadores. Siempre se quedaban los mismos sin jugar. Tenían la alternativa de jugar a la quincarra (tres en raya con piedrecitas en el suelo), a la lima, a la bombilla, al paremacho, al lapo, al pañolito, al trompo, a las bolas y a otro montón de juegos. Los más atrevidos aprovechaban el recreo y con suelas viejas de zapatos encendidas a modo de antorchas entrar por la boca del túnel-alcantarilla que salía por debajo de la Piedra Morterito (cimento de una torre púnica o molino romano) y llegaba hasta el arroyo que está por detrás de las casas de la calle la Palma. Los que lograban conseguir llegar al final superando tres grandes escalones con la corriente de agua sucia bajo sus pies eran aceptados en las pandillas de las que hoy llamarían “guais”.


 Piedra Monterito.

El campo de recreo no estaba vallado y muchos aprovechaban para acercarse a sus casas. Sobre todo las niñas que aunque compartían edificio con nosotros había poco contacto. Ellas jugaban a la picarona, a los cromos, al yoyó, al diábolo, a la comba o al elástico. Eso sí, los niños con los niños y las niñas con las niñas. El o la que jugara a lo que no le correspondía era tachado de machota o de mariquita.

Jugando a las bolas.

De vez en cuando hacíamos rabona. Antes de entrar siempre alguno de los mayores empezaba a retar a ver quién era capaz de irse con él, a la Vía, a la Muela o las faldas del Calvario. Algunos de los más inocentes y los más atrevidos los seguían. Casi siempre el que había auspiciado la rabona se rajaba y volvía para entrar en la clase. El resto se alejaba y volvía a la una o a las 5 según si la rabona era matutina o vespertina con temor por si algún chivato se lo había dicho al maestro o lo que es peor a sus padres en algunos casos como el mío.

Hasta los 10 años estuve en la escuela de don Pedro. Primero en el Convento y después en el nuevo Gil López que se estrenó en 1962, los alumnos ayudamos a los maestros a cambiar el mobiliario.  Al final descubrí todo lo que le debía al maestro. Junto a otros compañeros, nos preparó para el Ingreso en Bachillerato. Fuimos a examinarnos al Instituto San Isidoro de Sevilla. Nos acompañaba como tutor uno de los alumnos que estudiaban por libre con don Pedro. Era Aurelio de la Emiliana. ¡Qué alegría y satisfacción vi en el rostro de mi gran enemigo el maestro cuando supo que todos habíamos aprobados! Algunos gandules como yo, con más de un 7. Con 10 años, tenía un buen nivel académico y confieso que no me quedó ningún trauma de la leña recibida.

Curso 75-76. Una tutoría con Magdalena García y Cesáreo de los Santos.

Al siguiente curso seguí con él y don Gil estudiando por libre el primero de bachiller. Don Gil López aparte de maestro era el alcalde de El Viso, amante de su pueblo, gran escritor y mejor poeta. Más condescendiente y menos duro que don Pedro. Estaba muy enfermo. Los últimos meses del curso ya no acudíamos a su aula en la escuela, íbamos a su casa y en su habitación postrado en la cama nos daba las clases de lengua y geografía. Entrábamos cuando salía don Manuel el médico, de hacerle las curas. El fuerte olor a lejía y a alcohol los llevo grabados, igual que el recuerdo de ese gran hombre de pelo canoso con gafas. Algunos días subíamos al “soberao” dónde daba clases particulares para que nos repasaran los cuadernos algunas de sus hijas mayores. Tenía 6 y como don Pedro tenía que ayudarse económicamente con esas “permanencias”. Éramos 7 alumnos; 2 de segundo, José Manuel de Celia y  Manuel García “el Pequeño” y 5 de primero;  Manolo y Paco, los dos mellizos de Jacinto, mi primo Juan Manuel el Folla, Cayetano el del Titi Mairenero y yo que es el que os he contado lo feliz que fui en la escuela. Escuela a la que volví 10 años después como maestro.

 


CESÁREO DE LOS SANTOS

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