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José Ángel Campillo | ¿Qué comían nuestros antepasados?

A lo largo del siglo XIX y gran parte del XX, como consecuencia de los grandes desequilibrios sociales y económicos podemos hablar de dos realidades en los pueblos de Andalucía: por una parte, una burguesía agraria, que bien cultiva sus propias tierras, o las arrienda a grandes terratenientes (alta burguesía y nobleza) y, por otra, como complemento, una gran masa de jornaleros que malvivían por un mísero salario que no servía para matar su hambre, tal y como Blas Infante nos lo describe:

 "Yo tengo clavada en la conciencia desde mi infancia, la visión sombría del jornalero. Yo he visto pasear su hambre por las calles del pueblo, confundiendo su agonía con la agonía triste de las tardes invernales".


Esta clara diferenciación social entre ricos y pobres, se manifestaba, sin duda alguna en la mesa y en determinados gustos culinarios, donde la burguesía jugaba con ventaja frente a los jornaleros o clase trabajadora donde el pan era el alimento principal de su dieta, por lo que los monarcas Ilustrados se van a preocupar porque en los pueblos hubiese depósitos de trigo, conocidos como Pósitos, que almacenaban el preciado producto para que, en épocas de escasez y, por tanto, de carestía, se vendiese trigo barato a los panaderos para que el precio fuese asequible para toda la población. Esto llevó a crear en 1751 la Superintendencia General de Pósitos que llegó a controlar 3.371 graneros distribuidos por todos o la gran mayoría de los pueblos de nuestro país.

Este alimento básico era repartido entre los más pobres por las Hermandades, después de una procesión o un acto litúrgico de gran importancia e incluso el día después de un entierro, tal y como lo encontramos estipulado en el testamento de don José de los Santos Roldán que mandó repartir pan por un valor de doscientos cincuenta reales. Este valor que se le da al pan hace que se dijera del mismo que era bendito, el “pan de Dios”, por lo que si un trozo se caía al suelo, se limpiaba, se besaba, y se comía.
Pero volvamos a la cocina, a la rica despensa de la burguesía donde podemos encontrar patatas, habas, garbanzos, judías, arroz, chacina, carne de cerdo y ternera (que no vaca vieja) y tocino. No podemos olvidar el azúcar, la harina para la repostería  y los huevos del propio corral, al igual que la leche. En cuanto a la bebida hemos de mencionar el vino y el aguardiente. Todo este elenco de una bien surtida despensa va a servir para llevar a cabo una cocina tradicional de guisos de distinta índole, de puchero bien aderezado con carne y tocino sin olvidar una variada repostería.

Por el contrario, en la inexistente despensa del pobre, porque vive al día, además de lo que pudiera sacar del rebusco, de los espárragos trigueros, los caracoles, podemos hablar de guisos y puchero mal aderezados donde había abundancia de verdura y ausencia total de carne. En esta dieta tan poco variada y pobre, el vino va a jugar un papel fundamental y va a “matar” mucha hambre, a pesar de tratarse, en este caso, de un producto de escasa calidad y de alta graduación.

Y aquí hemos de decir que el hombre de la casa, el que lleva el sustento, comía mejor que el resto de la familia, y de ello se encargaba la mujer, porque un hombre enfermo no podía trabajar con las consabidas consecuencias.

En cuanto al jamón hay que hacer referencia al siguiente dicho: "Cuando un pobre come jamón, o está malo el jamón o está malo el pobre". Y desde luego no va muy desencaminado.

Pero en la comida de los pobres podemos hacer, además, una clara diferenciación entre el Alcor y la Vega, entre otras cosas porque las actividades que en dichos lugares difiere, pues el Alcor es tierra donde se cultiva el olivar y más modernamente la naranja  mientras que la Vega, donde encontrábamos los cortijos, el cultivo por antonomasia va a ser el cereal. Es en ésta, en el tiempo de la siega donde encontramos cuadrillas de hombres que vuelven al pueblo de vez en cuando y en las fiestas más destacadas: jueves y viernes Santo y la Cruz de Mayo.

El cortijo es tierra de hombres, las mujeres se quedan en el pueblo a la espera de la vuelta de los hombres, de ahí que el encargado de hacer la comida sea un hombre mayor que en otros tiempos trabajó en el campo y que es el encargado del avituallamiento que va a variar en función de la estación del año. Así, en invierno  y por la mañana tomaban  una sopa de ajo (pan, aceite, ajo y agua); a medio día gazpacho (miga de pan, aceite, vinagre y agua); por la tarde, en el cortijo: garbanzos cocidos con aceite, pan y agua.

En verano, época en la que se sacrificaban las ovejas viejas, éstas entraban a formar parte de la dieta. Así en el desayuno: un guiso de sangre y asadura; en el almuerzo carne asada y por la tarde, para la cena  gazpacho.

En el cortijo no había comedor, ni mucho menos mesas o sillas, sino que el cocinero vertía el contenido de la olla “en un gran plato, al que los campesinos vienen a coger cada uno por turno, provistos de una cuchara de madera o cuerno” que ellos mismos fabricaban y cuyos mandos adornaban con figuras de animales.                                                                                                                                                                             
Esta forma de trabajo en la que intervienen únicamente los hombres contrasta con la que se lleva a cabo en las haciendas, lugar en el que la mujer juega un papel fundamental. En la recogida de la aceituna participaban hombres, mujeres y niños; un trabajo de carácter familiar donde la mayor parte de las veces se trabajaba por cuenta, por lo que toda ayuda era valorada, incluso la de ancianos, niños y mujeres, que para la ocasión se vestían con una indumentaria propiamente masculina: “un pantalón de gruesa tela oscura descendente hasta las rodillas, unas medias blancas o azules, una blusa de algodón y un fular de color cruzado sobre el pecho. Para preservarse del sol, llevan en la cabeza un inmenso sombrero de palmito que tejen ellas mismas”. 

En estos lugares eran las  familias las que tenían que procurarse su propio sustento, de ahí que a la hora del almuerzo, hacia medio día, cada familia se reunía alrededor de una fogata, en medio de los olivos para hacer un pequeño descanso y reponer fuerzas. En este caso la que cocinaba por la tarde o noche era la mujer, no existiendo cocinero como en el caso de los cortijos. Sin duda alguna, junto al pan, la aceituna era uno de los alimentos esenciales de estos campesinos, al igual que en otros tiempos lo fue la bellota que se obtenía de las dehesas del término de Carmona y que una vez seca se convertía en harina. 

Para concluir, decir que la situación de la clase trabajadora y, por ende de los jornaleros, se agravó a raíz de los años conocidos como del “hambre” donde el gobierno puso en marcha las cartillas de racionamiento y el que podía, compraba alimentos de primera necesidad en el mercado negro. Pero eso es ya otra historia.


JOSÉ ÁNGEL CAMPILLO
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